martes, 6 de noviembre de 2007

los neohipies (parte 1)

Corría Septiembre del 2003 y una vez más me encontraba rehaciendo las líneas de una nueva vida. Estaba llegando a su fin uno de los roles que por aquel entonces deshacía entre sensaciones de frustración, decepción amorosa, profundo desengaño sobre mí y el mundo, y pérdida; pero que a la luz del tiempo extrañé de algún modo, como usualmente terminamos extrañando la seguridad de las rutinas. Pero más aún todo aquello que deja cada papel representado: el reparto…los amigos.
Me sumergía en una inercia que desde entonces ha marcado las pautas de mi vida: la incertidumbre del mañana. Liberarme de la sensación fantasiosa de que todo está “bajo control” no me ha sido, ni me es, fácil. Por el contrario me ha demandado el mayor de los esfuerzos que con el pasar del tiempo y de la inevitable experiencia, ha madurado una fresca espaciosidad que me hace ver las cosas con un carácter trémulo, descargado de la habitual tensión que tan inestable y dependiente me volvía de mis amigos, de mis fantasías (ella y mis bohemias vocaciones) y de los inevitables vicios de quien se siente vacío de ser en un país en el que las drogas están demasiado al alcance de la mano… y demasiado baratas… una verdadera bomba de tiempo con el reloj andando en regresiva muy cerca de la destrucción masiva. Todo un peligro. Aunque por aquel entonces estaba lejos (y tan cerca) de donde estoy ahora (en el mismo sitio sólo que más feliz y conmigo mismo) nada me quitará lo vivido, y me será imposible renunciar a ello. Es parte de mí.

Llegué a Lima al centro de lo que me pareció el reflorecer del hipismo mismo. Estaba cambiando mis rutinas de ejecutivo asalariado entre reuniones de indicadores, proyectos de reestructura, supervisiones de campo, coaching, feedback, marketshare, mershandaising y una serie de términos anglo empresariales por una nueva vida entre personas que creyendo en sí mismos hacían de sus vidas lo que se les antojara: traficantes, arqueólogos, artistas, fotógrafos, forestales, arquitectos… y por supuesto un indefinido yo. Me instalé en casa del Ñaño que compartía la concreción de sus estudios de arqueología con facetas intelectualoides, una banda punk-blues (era la primera guitarra), sus inicios como dj y que había retornado recién de un periplo europeo de un año con cede central en Londres en donde matizó sus estudios de inglés con sus habilidades narco comerciales que le financiaron la mayor parte de sus excursiones afro europeas que le llevaron desde el Cairo hasta Amsterdan, sin dejar de pasar por Barcelona y mucho menos Madrid o Berlín. ¡Qué dura vida! Todo ello había madurado en él la firme intención de imponer nuevas tendencias en Lima, con la creación de espacios inclusivos en donde todo aquel que quisiere pudiese disfrutar de un buen momento escuchando una mezcla, una banda, viendo buen cine, o leyendo, en un buen sitio, con buen ambiente y con gente de puta madre; y en mí una sensación de que mis sacrificios ejecutivos apestaban. Con él compartían la casa la China que por aquel entonces había finalizado su carrera de artes escénicas en la Católica y que estaba avocada a desarrollar sus destrezas como bailarina de danza contemporánea. Es menudita, simpática y súper directa, lo que le falta en busto le sobra en trasero. Exótica. Es con ella con quien entablé una relación mas profunda que nos llevó a compartir una casa en el futuro y un viaje, el más importante de cualquiera de los viajes que se pudieran emprender, que aún seguimos andando y que de seguro completaremos con el tiempo… y las vidas. ¿Quién sabe? También estaba la gordita que se desempeñaba como directora de arte de un estudio fotográfico y que había seguido una variedad interminable de carreras, desde cosmetología, peluquería e idiomas y que incluso hoy a sus 28 años la mantienen en aulas universitarias finalizando estudios de antropología. Sana envidia la mía. Cerraba el círculo de los habitantes de la “casa club”, nombre con el que bautizamos la residencia, el buen Artie, el ser más noble y bello, mariconada de lado, que jamás haya conocido a quien conocí años atrás durante mi permanencia en Cuzco compartiendo mis labores ejecutivas con incursiones furtivas como dj en el “blue planet” con el gran Paniagua y el comiquísimo “Che” Pablito, en medio de un super concierto de Charly García con la gran María en las cuerdas…y con Les Paul ; y que oficiaba de drug-dealer y bufón.

Las primeras semanas ocupé el cuarto del Ñaño, el mas grande de todos, lo que de algún modo le llegó a incomodar puesto que le forzó a una inusual abstinencia sexual ya que lo compartía conmigo hasta que finalmente Artie dejó la casa, lo que es parcialmente inexacto porque igualmente siguió frecuentándonos tanto que prácticamente seguía viviendo con nosotros, y yo me mudé al “chiquero”, nombre con el que bautizaron al espacio de Artie, podrán ustedes especular por qué y que fue rebautizado como el “hard rock” después de que volcara en el espacio mis talentos remodeladores y porque no artísticos. La casa era amarilla y espaciosa, situada en el corazón de Miraflores, en calle Ocharán, lo que nos exponía al intenso frío en aquellos largos, y a veces lúgubres, amaneceres por su cercanía con el mar. Delante de la fachada había un pequeño jardín antelado por un murito con una cerca de madera color rojo teja. Un caminito de piedras te conducía a la puerta central. Sobre la mano derecha encontrabas una puerta auxiliar que conectaba con un pasaje que desembocaba en el patio trasero y cuya cerradura nunca funcionó lo cual nos permitía utilizarla como ingreso de emergencia cada vez que olvidábamos la llave lo que ocurrió incontables veces. Ingresando por la puerta central dabas a un pequeño espacio desde el que surgía la escalera que conducía al segundo piso, estaba revestida en madera y que en alguna oportunidad recorrí de culo producto de un resbalón inesperado pero previsible, dadas las condiciones de mi estado de percepción, algo obtuso por decir lo menos. A la mano derecha había un perchero y un espejo el cual permitía verificar el aspecto de quienes entrábamos o salíamos de casa. Sobre la izquierda estaba el acceso a la sala principal. En ella había una mesa rectangular con superficie de madera y vidrio que diseñó Pablito, que por aquel entonces firteaba con la chinita, quien después se convirtió en su novia, y con el que compartiríamos la casa del jirón Piura. Circundándola estaban dispuestos dos sillones, y un gran sofá plagado de ácaros y todo el ecosistema que Artie compasivamente alimentaba, además de nuestras tres mascotas que no podrían faltar: Pepa, recatada staford con un pánico inexplicable hacia los parapentes, y un gusto exclusivo por el solomo y los tachos de basura callejeros, Luca, el inquieto dálmata con una fobia poco común: las tapas de los buzones y desagües que la china insistía en percibir como un bodisattva caleta; quienes nos trajeron temporalmente siete cachorros preciosos, de los cuales “siete” el último de los vástagos fue quien más tiempo convivió con nosotros y que lucía muy parecido a “Doyle” el “bullpit” de la Hora 25 hasta que Pedrito lo adoptó como suyo. Felpudini era nuestro galgo miniatura que asombraba por su agilidad, velocidad y destreza y por su inagotable voracidad por las galletitas de marihuana que ocasionalmente preparaba y que le ponían algo más hiperactivo de lo habitual hasta que le terminaban derribando en un estado semi inconciente. Detrás de uno de los sillones y en paralelo con la puerta principal estaba un ventanal que daba al jardín de la fachada cubierto por unas cortinas beige, algo viejas pero que envolvían con un toque elegancia el ambiente. Penetrando más en la casa, la sala se conectaba con el “party space”, con su bola de cristal giratoria, sus luces y todo. Sobre las paredes blancas de los lados se dejaban ver unas manchas negras de estilo dálmata que la china y Artie inmortalizaron en una de sus inspiraciones psicotrópicas. A la mano derecha se disponía una puerta vaivén que se conectaba con la cocina, que a su vez daba al corredor que conducía de la puerta falsa al jardín trasero. Terminado este espacio te topabas con una puerta corrediza de estilo japonés que permitía dividir este ambiente del ambiente del comedor en cuyo centro había una mesa redonda de madera, simple, sencilla, fea y desarmable; con dos o tres sillas y un par de banquitos. A la derecha teníamos un baño adicional que casi nunca utilizábamos. En el fondo cerrando la estructura central de la casa una mampara de vidrio que comunicaba el comedor con el patio trasero, enlocetado de blanco y negro, como un tablero de ajedrez, con un jardín frecuentemente pestilente, minado de mojones de perro. A un lado del jardín se podría apreciar una hilera de arbustos, destacando en medio de todos ellos un plantón de marihuana de unos dos metros de alto, cargado de moños frescos, que difícilmente llegaban a madurar por la impaciencia de sus adeptos. Finalmente la construcción terminaba con una pequeña lavandería, y escondido detrás del jardín y el tendedero mi lugar. El Hard Rock. Era una pequeña habitación que componía una estructura rectangular de tres cuerpos originalmente diseñada para el servicio. La habitación del extremo izquierdo se utilizó como depósito, en el medio había un baño inoperativo y a la derecha mi cuarto, de forma trapezoidal con no más de diez metros cuadrados de área que había abarrotado de cachivaches que traje del norte para lo que sería mi futuro proyecto el bar que construiríamos en sociedad con el Ñaño. Sobre el techo de esta pequeña estructura estaba el salón Luis XVI que le daba a la escena un aspecto surrealista. Estaba compuesto por un juego de sala antiquísimo que anduvo años, sino décadas, descuidado en un depósito de una de las hermanas de mi papá en Piura, a la intemperie bajo la inclemencia del mortal sol del norte y eventuales lluvias, que había rescatado con espíritu heroico para que se constituyera en elemento decorativo de mi proyecto. En el Luis XVI departí uno de los mas raros e intensos amaneceres que alguna vez vivencié con alguien, y vaya que si he vivenciado amaneceres intensos, entre inacabables tertulias, incontables cervezas, y el persistente susurro del vecindario entero amplificado por los excesos de la meta anfetamina. Subiendo por la escalera principal podías llegar al baño principal de la casa, sobre la mano izquierda estaba el cuarto del Ñaño que abarcaba el área dispuesta sobre los altos del party space y el comedor y que de igual modo estaba dividido en dos ambientes, usualmente indiferenciables e igualmente caóticos, con un acceso independiente al jardín trasero por una escalera de concreto. A continuación se disponía el cuarto de la china, con vista a la calle, oculta tras un paredo fungiendo de cortina; y sobre el espacio de ingreso a la casa. Finalmente frente a la puerta del baño estaba el cuarto de la gordita que igualmente dejaba ver la calle.
La casa era preciosa y desprendía una energía intensa que con el paso del tiempo terminó deteriorándose. En ella se compartieron ideales, tristezas y sueños y se forjaron amistades inquebrantables, se sembraron las semillas que hoy maduran frutos distintos, algunos virtuosos y otros no tanto, algunos profesionales y otros totalmente empíricos, pero que me permiten comprender e hilvanar situaciones y descubrir que nada, pero nada, es cuestión de suerte. Todo tiene su causa. Todo pasa por algo. Todo es cuestión de encontrar el adecuado por qué.

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