Cuando llegué a Ocharán traía la mochila cargada de sueños, con la ilusión de vivir mi vida y no la vida impuesta por las formas aceptadas e hipócritas. Quería echar a caminar esos proyectos habitualmente desterrados de la esfera real, encerrados en los límites de lo intangible. Quería tener mi bar, dedicarme a la música, conocer los secretos del blues y experimentar todas mis facetas silenciadas por una educación llena de restricciones, las del ojo paterno implacable y las divinas, por supuesto aprehendidas por la sistemática mecánica maternal de santificación: la señal de la cruz al levantarse, en los tres sitios por supuesto, frente, boca y corzón; la bendición de los alimentos, las misas obligatorias, la censura de toda escena comprometedora que atente contra “la moral”, porque hay una sola como no, en las películas de clasificación familiar que pasaban por la tele y los inolvidables baños de agua bendita helada, ¡cómo olvidar esa imagen de ella en el umbral de mi habitación con el frasco en mano que cientos de veces asocié a rituales chamánicos de purificación!, antes de quedar dormido. Religiosamente todos y cada uno de los días. Llegué con la resolución de ser yo, o de quien yo cría ser por aquel entonces, y con la determinación de enamorar a la única mujer sobre la que había puesto mis ojos, una chiquilla que apenas pasaba los veinte que conocí en Piura y por la cual inventé e improvisé una serie de torpes mecanismos de seducción, propios de un principiante de veinticinco, con cientos de complejos encima y a la que pese a todos los esfuerzos puestos en pos de la conquista, lo máximo que pude arrancarle fue un “no pasa nada Rolito” y una serie de consejos de cómo hay que ser un conchesumadre en esta clase de situaciones y no quedar en el level del estúpido buena gente, o eres de puta madre pero no… muy a mi pesar le vi coquetear y agarrar con otros y no pude comprender ¿cómo es que todo eso fue posible?
Inconcientemente, eso es lo que quiero creer pero muy concientemente en realidad, esta fue la situación que desencadenó una de las revoluciones más grandes emprendidas en mi vida, porque nuestras vidas, como toda gran historia, están marcadas por las revoluciones y por lo que de ellas resulta.
La relación de quienes ya vivían en la casona se encontraba en la parte descendente de la curva que marca la etapa decreciente de toda relación, cuando en medio de la convivencia se deja de proyectar las formas idealizadas y simplemente cada quien proyecta lo que es; los niveles de tolerancia estaban casi desaparecidos y del desenfreno hipie sesenteron de los inicios de la aventura, del cual supe por fotos y anécdotas, se introducían en la fase del anarquismo individual de finales de los sesentas e inicios de los setentas que acabara, nada menos, que con los beatles por ejemplo, y que alcanzara su máxima expresión en el tristemente célebre Altamont de Diciembre del sesentainueve en el que los Hell Angels arremetieron contra los remanentes de las legiones hipies dejando como saldo un muerto y algunos heridos durante una presentación de los Stones...guardando todas las debidas distancias...
Sin embargo disfruté de algunos flashes de aquella antigua forma de convivencia armónica, que tuvieron como máxima expresión el Sábado Hongo, nuestro primer gran proyecto en el cual enfocamos todo lo mejor de nosotros: nuestras utopías y el ideal básico de una convivencia que incluya a todos y que esté orientada a una causa noble que simbólicamente representamos en la recolección de libros para una biblioteca de un sector popular de Lima, y de paso una no tan noble: multiplicar el capital inicial con el que disponíamos para poner en marcha nuestro proyecto central: el bar.
Disfruté de fiestas en formatos imposibles de experimentar para un chico de provincia encerrado en sus mundos con techo de paja, vi tirar unos con otros, sexo por aquí, sexo por allá, me introduje en un mundo de juerga colectiva y conversé mucho, como jamás antes había conversado y de asuntos de lo más explorativos para esos mis mundos de entonces. Frecuentábamos el socialismo, la filosofía platónica, el buen cine, la fotografía, la antropología lo que definitivamente me hacía sentir por primera vez en mi vida en el sitio correcto y en el momento oportuno. Aprendí a apreciar el cine bien hecho y a aborrecer el hollywood barato, descubrí que no toda la música electrónica apesta, anduve con cartoncitos bañados en lsd y con bolsitas de hongos como quien anda con cajetillas de puchos y al mismo tiempo iba desempolvado complejos y limitaciones en último término autoimpuestas, y principalmente fui descubriendo la potencialidad infinita que nos sustenta aunque por aquel entonces de manera distraída y sobre todo, muy poco virtuosa.
La relación de quienes ya vivían en la casona se encontraba en la parte descendente de la curva que marca la etapa decreciente de toda relación, cuando en medio de la convivencia se deja de proyectar las formas idealizadas y simplemente cada quien proyecta lo que es; los niveles de tolerancia estaban casi desaparecidos y del desenfreno hipie sesenteron de los inicios de la aventura, del cual supe por fotos y anécdotas, se introducían en la fase del anarquismo individual de finales de los sesentas e inicios de los setentas que acabara, nada menos, que con los beatles por ejemplo, y que alcanzara su máxima expresión en el tristemente célebre Altamont de Diciembre del sesentainueve en el que los Hell Angels arremetieron contra los remanentes de las legiones hipies dejando como saldo un muerto y algunos heridos durante una presentación de los Stones...guardando todas las debidas distancias...
Sin embargo disfruté de algunos flashes de aquella antigua forma de convivencia armónica, que tuvieron como máxima expresión el Sábado Hongo, nuestro primer gran proyecto en el cual enfocamos todo lo mejor de nosotros: nuestras utopías y el ideal básico de una convivencia que incluya a todos y que esté orientada a una causa noble que simbólicamente representamos en la recolección de libros para una biblioteca de un sector popular de Lima, y de paso una no tan noble: multiplicar el capital inicial con el que disponíamos para poner en marcha nuestro proyecto central: el bar.
Disfruté de fiestas en formatos imposibles de experimentar para un chico de provincia encerrado en sus mundos con techo de paja, vi tirar unos con otros, sexo por aquí, sexo por allá, me introduje en un mundo de juerga colectiva y conversé mucho, como jamás antes había conversado y de asuntos de lo más explorativos para esos mis mundos de entonces. Frecuentábamos el socialismo, la filosofía platónica, el buen cine, la fotografía, la antropología lo que definitivamente me hacía sentir por primera vez en mi vida en el sitio correcto y en el momento oportuno. Aprendí a apreciar el cine bien hecho y a aborrecer el hollywood barato, descubrí que no toda la música electrónica apesta, anduve con cartoncitos bañados en lsd y con bolsitas de hongos como quien anda con cajetillas de puchos y al mismo tiempo iba desempolvado complejos y limitaciones en último término autoimpuestas, y principalmente fui descubriendo la potencialidad infinita que nos sustenta aunque por aquel entonces de manera distraída y sobre todo, muy poco virtuosa.
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