Hoy charlaba con un viejo amigo, entre muchas otras cosas, que lamentaba que mi tiempo en Roma haya sido tan corto. Sobre todo, tan corto después de haberte conocido. Le decía, que si esto hubiese ocurrido hace veinte años, serías el “perfect match of my live” Le conté de nuestra alegre conversación en Delirium y de nuestro pequeño festín en el Luppolo Station. Sobre todo tuyo. Las costillas digo. Desafortunadamente me encontraste sin tiempo y sin mucho dinero. Lo uno ligado a lo otro. En aquella tertulia, lejos de ese par que me acompañaban, sentados en la no tan fría noche de Trastevere, lo que más me preocupaba era lo cómodo que me iba sintiendo a tu lado, y lo pronto que tenía que agarrar ese avión a Estambul. Ese puto avión. No tenía opciones de perderlo, porque no hubiese tenido forma de pagar la penalidad por un inesperado cambio de fechas. Tiempo y dinero. Tentado estaba. Bastante. Era consciente de que aquel día había caminado mucho. Había salido muy temprano con ese par de idiotas desde el hostal para verificar si a la mañana siguiente dispondría del servicio de trenes del Termini a Fumiccino. Anunciaban una huelga que empezaba, en ese mismo momento en el que tan plácidamente charlábamos tu y yo de nuestras aficiones y vidas en las afueras de aquel restaurante. Medianoche del 26 de Octubre. Días después -lo he verificado- ya sabes esas aplicaciones de salud que traen los móviles y que te dicen cuanto has caminado cada día. Veintidós kilómetros. Veintidós kilómetros para encontrarte. El mismo aparato, el móvil, consultado por el paisano mío que nos acompañó en la velada, calculaba una caminata de vuelta de algo más de dos horas hasta el hostal. Nervioso. Sí, así estaba. Quería tanto quedarme, pero las estadísticas me convencían de lo contrario. Eran cerca de las dos de la madrugada y ese avión se iba a las seis. Ni tus sabias recomendaciones de cómo eludir el pago en el transporte público romano a altas horas de la noche disipaban mis enredos mentales. Aquella misma mañana, muy rápido habíamos resuelto que en efecto el tren seguiría ofreciendo sus servicios, pese a la huelga, y que además si quería podría ir en bus. Era más barato. Me fui en bus. Seis euros. Después anduvimos sin rumbo en el que a sabiendas era el último de mis días en Roma, y no todos los días se está en Roma. Bebimos mucho, caminamos mucho buscando birra barata, supermercados y este tipo de establecimientos. Confirmamos que era legal beber alcohol en Roma en la vía Pública, siempre y cuando no haya fútbol. Ese día no había Calcio. Alguna breve historia de fanáticos romanos y rusos surgió del asunto a propósito de un reciente juego de Champions que uno de mis acompañantes presenció, pero nada hacía presagiar que nuestra llegada a Delirium traería tan grata recompensa. Nos enredamos rápidamente. En la charla digo. Tu y yo sobretodo. Y sí un poco los otros dos. Casi nada. Desearía que todas las bartenders del mundo sean así de amables, así de amigables y así de bellas. Prego per questo! Supiste que era un músico frustrado y hasta me animé a mostrarte algunos videos de mis desaciertos musicales. Fuiste gentil y dijiste que te gustaban. Comprobé tu buen gusto por la música, y critiqué un poco el de tu compañero del otro salón. Ya ni recuerdo que tocaba. Pero sí, critiqué su obsesión Tú pusiste algo de Stoogies. La pasé bien. Me hablaste de tu incursión con la percusión, de tus amigos multi-orquesta y sus presentaciones. Cuando hubo acabado tu turno en el bar y nosotros ya habíamos gastado más de lo que deberíamos en cervezas de todo sabor y calibre cuyo propósito fidedigno era extender nuestra charla, no me pareció que fuera el fin de nuestra noche. Sin embargo te dije adiós y me fui. Nos fuimos. Los dos personajes que me acompañaron todo el día, cuyos nombres no recuerdo más, andaban curiosos buscando un café de aquellos. De los que sirven canabis. Sobre todo el argentino. Que tipo ese. Encontramos uno con fake-marihuana (marihuana sin THC!... por favor!) Mostré mi enfado y desagrado ante esa muestra de mal gusto. Caminamos algunas cuadras más y les convencí de que tú tendrías la respuesta. Volvimos y tuvimos la suerte de encontrarte de salida, ya sin las ropas que llevabas detrás de la barra, imagino vestida más a tu gusto, e inmediatamente te abordamos al respecto. Sobre la marihuana digo. No me equivoqué. No sólo sabías cómo conseguirla sino que la cultivabas. Nos lo hiciste saber y prometiste llevarla. Luppolo Station – Via Parini 4 (Aún lo tengo anotado en mis notas ) a las nueve de la noche. Eran como las cinco. Te creí. Ellos no. Anduvimos bastante más, bebimos algo más y compramos de comer algo que pudimos costear. Mal gastamos 25 euros en marihuana de mala calidad que nos vendió un africano, tras la insoportable insistencia del rioplatense que me acompañaba. Ya lo he dicho, no recuerdo más su nombre. Fumamos. Ante mi persistente insistencia y convencido de tu concurrencia a nuestra cita seguimos tus instrucciones y así llegamos después de mucho caminar algo después de lo pactado. Nueve y quince quizás. Nos daba pena entrar, el lugar tenía cierta sofisticación y nuestro presupuesto estaba realmente limitado. Pero entramos. Alguno de los de dentro evidentemente nos reconoció como amigos tuyos, una chica creo recordar, que me dijo “Alessandra está al final de la barra”. Y ahí estabas. Bella. Sonriente. Nos sentamos en una mesa aledaña, quedaban pocas pero la conseguiste, bebimos algunas birras más, te acompañamos en tu exquisita cena y por momentos me sentí incómodo. Ya sabes esa incomodidad que se siente en el pecho. Vibraciones. No es una incomodidad manifiesta, es una sensación de inseguridad. No se de donde venía pero estaba. Nuestra conversación no era tan fluida como en el bar. Me sentía torpe. Me diste el paquete con la marihuana. Te agradecí. Charlamos algo más y, tenía que ser, se te ocurrió salir por una pitada. “El desengrase”, así le llamamos en Perú. (proceso mediante el cual el proceso de digestión es estimulado con la presencia de THC en el organismo) Enrollaste con maestría y fumamos. Mandamos de vuelta dentro del restaurante a ese par que estaban de más. Y fumamos más. Sonreímos y charlamos. Charlamos como no he charlado con alguien en años. Me sentí cómodo. Contento. La magia de esa charla, el sonido melodioso de tu voz con esa lírica innata propia de los italianos y su gestualidad, la profundidad de tus ojos y esa insondable sonrisa han calado hondo. Te llevo conmigo. Tu manera de burlarte de la dicción de los de los italianos del norte (la tua nona), “papapapa”…. Sublime. Tus explicaciones para justificarte -en mis intentos de devolverte la marihuana que tan gentilmente nos habías traído y que ha sabiendas dejaría en manos de dos malagradecidos que no sabrían que hacer verdaderamente con ella y que apostaban a que no aparecerías de vuelta antes de reencontrarnos- Algo así como, “es que fumo mucho, demasiado. Por eso tengo demás. Quédatela”... Ya te digo, veinte años atrás, el perfect match of my live. De hecho tuve montada una búsqueda. No la encontré. Te encontré veinte años más tarde en una bella tarde romana de un veinticinco de Octubre. No se si nos cruzaremos de vuelta. He de confesar que fumo bastante menos que hace veinte años, casi nada, pero la vida me ha probado ser sorprendente. He leído de casos, ficciones. “El amor en los tiempos del cólera” y ese tipo de historias. Anhelo algunos días más contigo, con algo más de dinero, algo más de tiempo y un tanto menos de preocupaciones. Con un buen tambor y tus ritmos, y la melancólica compañía de mi guitarra. Algunos porros y mucha felicidad. Salud Alessandra. Por lo que no fue y quizá sea.
miércoles, 14 de noviembre de 2018
Roma. Veinte años y veintidós kilómetros.
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