El Sábado Hongo fue el primer gran proyecto artístico en el que estuve inmerso. Aunque no participé directamente en el aspecto creativo del evento fui el principal productor aportando el capital necesario para llevar a cabo la instalación: unos mil quinientos dólares. El otro productor y principal promotor creativo fue evidentemente el Ñaño. Queríamos utilizar el formato “casa ocupa” que él había vivenciado dentro de la movida rave de Londres en el cual los realizadores invaden una casa deshabitada de manera ilegal armando la fiesta en medio de una instalación improvisada, entre sustancias igualmente ilegales que le otorgan una sensación adicional que el riesgo aporta cuando se desafía tan descaradamente el sistema. Evidentemente teníamos que amoldar el formato a las posibilidades que nuestra Lima nos ofrecía. Nos reunimos reiteradas oportunidades en noches interminables, entre suculentos cócteles degenerativos que veían desfilar cervezas, vodkas, tiros y mucha marihuana. Puedo recordar vívidamente el iluso trasnochar de esos días, las prolongadas tertulias entre toda aquella gente loca con muchas ganas de sacar la propuesta adelante sin ningún interés material de por medio y fue así como fuimos moldeando la idea de tal modo que más gente se iba involucrado, extendiéndose el círculo más allá de quienes frecuentaban la Casa Club incluyendo a gentes de muchos círculos medio intelectualoides y artísticos. Fue de aquellas sucesivas sesiones de las que apareció como alternativa una vieja casona ubicado en el emblemático Barranco, en las intercepciones de Grau y Nicolás de Piérola que pertenecía a un conocido del viejo Artie. Cuando visitamos el sitio cualquier duda que cuestionase la probabilidad de que aquella casa fuese la indicada se desvaneció. Esa casa fue concebida para albergar el Sábado Hongo. De todos los colaboradores que participaron en la fase de organización sólo Mañuco, el nieto de los dueños de local, residente y representante de una familia de respetable abolengo –un loco de mierda más- cobró algún dinero por su participación: alquilarnos el espacio. Se sumaron a él en su afán mercantilista dos de los djs que utilizamos como el gancho comercial para imantar a los ravers de la vieja Lima a lo que sería y fue la instalación más alucinante que jamás se haya montado por estos lares.
Fueron aquellas noches de mucho maquinar; cada vez se involucraba más y más gente con ganas de entregar y disfrutar de una noche como pocas, de ser partícipe de una nueva propuesta alejada de intereses subordinados al sólo hecho de hacer dinero, porque había que hacerlo. Gente con ganas de expandir las nuevas formas hacia aquellos que normalmente no tenía oportunidades de vivenciar ello. Trabajamos duro en el diseño de los espacios y mucho en los medios de comunicar masivamente el evento. La careta sobre la que construíamos la instalación sería el cumpleaños del Ñaño, aquella era la coartada perfecta ante cualquier intento intervencionista. Incluso haciendo uso de las relaciones de alguno de los colaboradores contactamos al detestable alcalde del distrito, avocado en una reforma que estaba acabando con la encarnación del espíritu de la juventud bohemia de la ciudad jardín, de quien obtuvimos una informal autorización que después cobraría sentido a la luz del desenlace de aquella mágica noche. Contactamos a los proveedores y diseñamos el método de recuperar y multiplicar la inversión, con miras a nuestro proyecto final de bar. La entrada sería libre, sólo había que llevar un libro que sería donado a la biblioteca de una comunidad de un sector pobre de Lima, constituyendo este el aspecto social del proyecto, asegurándonos el retorno en la venta de cervezas, licores, energizantes, agua y… naturalmente hongos. Decidimos llamar al equipo que participó en la realización “Colectivo Casa Club” en honor de la matriz que parió las ideas.
El espacio era descomunal. La casona, de corte republicano mágico campestre, estaba circundada por un inmenso jardín que la separaba de un muro perimetral, con una puerta de dos cuerpos como cochera hacia la calle Centenario y un acceso peatonal principal sobre la esquina de Grau. Daba la impresión de que aquella casa estaba extraída de un cuento de esos con bosques encantados y criaturas míticas. Una imponente escalinata aparecía ante tus ojos al traspasar la puerta principal, antes de ella como en primer plano se situaba el gran salón en donde estaría la primera sala de la instalación. Allí decidimos poner lo convencional, luces vistosas y sonido de alta definición. Era el espacio comercial del tono. Aquí estuvo programada la sección house con Israel Vich y Christian Berger de inicio y con Rodrigo Lozano de cierre. En lo que originalmente era la cocina de la casa instalamos el bar, que daba acceso a un depósito en el cual apilamos las cien cajas de cerveza que estimamos venderíamos durante el evento y que compramos en consignación. De este mismo ambiente podías desplazarte hacia uno de los lados exteriores de la casa, en lo que constituía una pequeña tarima sobre el jardín sobre la que posamos el bar de los exteriores. Por la gran escalera podías acceder al segundo piso al que denominamos la zona de tránsito que comunicaba la primera instalación con la parte central: el ático. Esta zona de tránsito era un corredor que conectaba las escaleras del ático y las que venía del primer piso que después de doblar sobre sí misma desembocaba en el “salón rojo”, iluminado para la ocasión, y que era el espacio para relajarse en medio de toda la agitación de arriba y de abajo. Disponíamos de algunos sofás, sillones y cojines improvisados desparramados por todo el suelo.
Fueron aquellas noches de mucho maquinar; cada vez se involucraba más y más gente con ganas de entregar y disfrutar de una noche como pocas, de ser partícipe de una nueva propuesta alejada de intereses subordinados al sólo hecho de hacer dinero, porque había que hacerlo. Gente con ganas de expandir las nuevas formas hacia aquellos que normalmente no tenía oportunidades de vivenciar ello. Trabajamos duro en el diseño de los espacios y mucho en los medios de comunicar masivamente el evento. La careta sobre la que construíamos la instalación sería el cumpleaños del Ñaño, aquella era la coartada perfecta ante cualquier intento intervencionista. Incluso haciendo uso de las relaciones de alguno de los colaboradores contactamos al detestable alcalde del distrito, avocado en una reforma que estaba acabando con la encarnación del espíritu de la juventud bohemia de la ciudad jardín, de quien obtuvimos una informal autorización que después cobraría sentido a la luz del desenlace de aquella mágica noche. Contactamos a los proveedores y diseñamos el método de recuperar y multiplicar la inversión, con miras a nuestro proyecto final de bar. La entrada sería libre, sólo había que llevar un libro que sería donado a la biblioteca de una comunidad de un sector pobre de Lima, constituyendo este el aspecto social del proyecto, asegurándonos el retorno en la venta de cervezas, licores, energizantes, agua y… naturalmente hongos. Decidimos llamar al equipo que participó en la realización “Colectivo Casa Club” en honor de la matriz que parió las ideas.
El espacio era descomunal. La casona, de corte republicano mágico campestre, estaba circundada por un inmenso jardín que la separaba de un muro perimetral, con una puerta de dos cuerpos como cochera hacia la calle Centenario y un acceso peatonal principal sobre la esquina de Grau. Daba la impresión de que aquella casa estaba extraída de un cuento de esos con bosques encantados y criaturas míticas. Una imponente escalinata aparecía ante tus ojos al traspasar la puerta principal, antes de ella como en primer plano se situaba el gran salón en donde estaría la primera sala de la instalación. Allí decidimos poner lo convencional, luces vistosas y sonido de alta definición. Era el espacio comercial del tono. Aquí estuvo programada la sección house con Israel Vich y Christian Berger de inicio y con Rodrigo Lozano de cierre. En lo que originalmente era la cocina de la casa instalamos el bar, que daba acceso a un depósito en el cual apilamos las cien cajas de cerveza que estimamos venderíamos durante el evento y que compramos en consignación. De este mismo ambiente podías desplazarte hacia uno de los lados exteriores de la casa, en lo que constituía una pequeña tarima sobre el jardín sobre la que posamos el bar de los exteriores. Por la gran escalera podías acceder al segundo piso al que denominamos la zona de tránsito que comunicaba la primera instalación con la parte central: el ático. Esta zona de tránsito era un corredor que conectaba las escaleras del ático y las que venía del primer piso que después de doblar sobre sí misma desembocaba en el “salón rojo”, iluminado para la ocasión, y que era el espacio para relajarse en medio de toda la agitación de arriba y de abajo. Disponíamos de algunos sofás, sillones y cojines improvisados desparramados por todo el suelo.